No es un espectro del pasado, sino uno del futuro: un actor que no respira ni envejece, pero cuya voz y "humanidad", recreada digitalmente, busca influir en el presente. Su aparición nos obliga a una reflexión crítica sobre el futuro de nuestra democracia.
El caso es fascinante por su dualidad. Primero, el Movimiento de Salvación Nacional (MSN), el partido que heredó el nombre del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado, lo resucita en un video de propaganda, relegando la verdad de su naturaleza sintética a la letra pequeña. Luego, la familia del líder extrae el audio de esa misma pieza y lo comparte en un medio de alcance nacional, discutiendo abiertamente su origen tecnológico.
Un mismo artefacto, dos destinos. Este incidente nos regala un caso de estudio y eleva el debate. La pregunta clave es, ¿cuál es la responsabilidad de un líder al desplegar herramientas que simulan la vida y alteran nuestra percepción de la historia, y si un buen propósito es suficiente para justificar el medio?.
La elección de Álvaro Gómez no fue casual. Su estatus icónico se cimentó trágicamente con su magnicidio en 1995, un trauma nacional que, al seguir sin resolverse por completo, ha convertido su memoria en un campo de batalla político. Esta condición de mártir permite que diversos actores lo enmarquen como una víctima de los sistemas a los que se oponen, haciendo de su "
El actual MSN, liderado por su sobrino, enfrenta una realidad política precaria, con apenas un 0.23% de los votos en las elecciones presidenciales de 2022. Esta debilidad hace que el partido sea estratégicamente dependiente del "prestigio" de su fundador. El video representa, por tanto, un intento calculado de cerrar la brecha entre un legado reverenciado y una tracción política limitada.
Sin embargo, esta práctica no ocurre en un vacío. En la India, el uso de deepfakes autorizados de políticos fallecidos ha sido bien recibido, visto como una forma novedosa de conectar generaciones. En Pakistán, el encarcelado Imran Khan usó una versión de iA de su voz para hacer campaña, lo que fue considerado un uso efectivo de la tecnología. Estos precedentes demuestran que la ética de la simulación es culturalmente relativa.
Pero el contexto colombiano es distinto. En una sociedad post-conflicto que lucha por construir una narrativa de verdad como pilar de reconciliación, y con una confianza frágil en sus instituciones, los riesgos de la manipulación superan con creces cualquier valor conmemorativo.
La paradoja del video del MSN es profunda. El partido crea el artefacto original: una simulación audiovisual que, al ocultar su naturaleza en los detalles, instrumentaliza la imagen y voz de Gómez. Es, en su origen, una voz secuestrada, arrancada de su contexto histórico para servir a una agenda actual.
Posteriormente, la familia toma el componente sonoro de esta pieza y lo presenta en la radio, en un marco de total transparencia. En este acto, intentan recontextualizar la voz, despojándola de la opacidad del video y convirtiéndola en un eco fiel, un homenaje explícitamente artificial. La voz, aunque reconocible, queda atrapada entre estos dos actos: nace como ventriloquia política y luego es presentada como memoria nostálgica.
La manipulación de la historia es tan antigua como el poder. Las estructuras hegemónicas siempre han utilizado la tecnología disponible para moldear la narrativa a su favor. Este patrón es visible a lo largo de los siglos, desde la edición de textos sagrados como la Biblia hasta la propaganda mediática del siglo XX que justificó la guerra de Irak con armas de destrucción masiva inexistentes.
Hoy, esta crisis sistémica se manifiesta globalmente, evidenciando una fractura tanto en Occidente como en Oriente. Lo vemos en las narrativas sesgadas sobre los conflictos en Ucrania, Irán o Gaza; en el férreo control del Partido Comunista sobre la historia en China; en el uso de redes sociales para construir cultos a la personalidad y realidades alternativas por parte de líderes como Bukele en Centroamérica o Bolsonaro en su momento; y en cómo potencias extranjeras y élites locales reescriben la historia en diversas naciones de África para justificar su poder.
Lo que cambia radicalmente con la iA es la escala, la velocidad y la democratización de esta capacidad de falsear la realidad. Un software de menos de 100 dólares ahora otorga la capacidad de fabricar historia, una tarea que antes requería aparatos estatales o mediáticos masivos. El resultado es una erosión constante de la verdad, una niebla de desinformación donde el ciudadano sin un pensamiento crítico entrenado difícilmente puede distinguir entre un registro histórico y una simulación convincente.
Esto alimenta lo que los analistas llaman el "dividendo del mentiroso": un entorno informativo tan contaminado que cualquier evidencia audiovisual real puede ser fácilmente desacreditada como "otro deepfake". En un país como Colombia, donde instituciones como la Comisión de la Verdad luchan por establecer hechos verificables sobre décadas de violencia, introducir una tecnología que perfecciona el arte de la mentira es echar gasolina al fuego de la desconfianza.
Este caso se inscribe en una tendencia preocupante que hemos normalizado: la erosión sistemática de derechos bajo la promesa de mayor seguridad o eficiencia. Primero fue el derecho a la privacidad con la vigilancia masiva post Septiembre 11. Luego, el derecho a la libre expresión con la moderación algorítmica y la censura en plataformas digitales. Más recientemente, observamos cómo se exigió a millones de personas la inyección de tecnologías experimentales sin un estudio completo de sus consecuencias a largo plazo, marginando sistemáticamente cualquier conversación sobre sus efectos adversos.
El patrón es el mismo: se impone un cambio acelerado sin espacio para el análisis crítico. Ahora, presenciamos en tiempo real cómo se pone sobre la mesa el siguiente derecho a erosionar: la dignidad póstuma. El caso de Álvaro Gómez evidencia la necesidad de debatir si los muertos deberían tener un derecho fundamental a no ser animados, a que su imagen y voz no sean convertidas en marionetas digitales. Si normalizamos esta práctica sin una conversación social profunda,
¿cuál será el siguiente derecho que cederemos en nombre del progreso tecnológico o la conveniencia política?
Podríamos excusar el video del MSN como un acto de simple ingenuidad. Sin embargo, la ingenuidad, cuando se ostenta poder o se aspira a él, es una forma de negligencia. El problema de fondo radica en la aparente ausencia de reflexión sobre las profundas implicaciones éticas y culturales de sus actos.
Un liderazgo preparado para los desafíos del siglo XXI anticipa las consecuencias de la tecnología y fomenta las condiciones para su uso responsable. La ausencia de esa reflexión crítica es la verdadera señal de alarma. Es un síntoma de líderes que reaccionan a la novedad sin la capacidad de guiar la transformación que esta conlleva. Si no pueden dimensionar el impacto de animar digitalmente a una figura histórica,
¿cómo van a navegar los cambios sociales, económicos y culturales que definirán las próximas décadas?
Este caso, con su dualidad, nos muestra el camino a seguir. La única barrera ética viable contra la manipulación es un compromiso inequívoco con la transparencia. La diferencia entre el acto opaco del partido y la reacción transparente de la familia lo demuestra. Es por ello que cualquier marco regulatorio futuro, como los que ya se debaten de forma incipiente en Colombia, debe priorizar la exigencia de un etiquetado claro y prominente sobre cualquier otra medida.
Más allá de la ley, se requiere una solución multifacética: una mayor responsabilidad de las plataformas digitales que amplifican estos contenidos y, de manera crucial, una inversión sostenida en la alfabetización mediática de la ciudadanía y un compromiso de ella mista también es esencial. La defensa más sostenible contra la desinformación es una mente crítica, curiosa y entrenada.
Como sociedad, tenemos el poder de elegir no normalizar estas prácticas. Podemos exigir un estándar más alto de liderazgo, uno que entienda que cada decisión tecnológica es, en el fondo, una decisión cultural. La práctica de liderazgo más poderosa, a veces, consiste en crear el espacio para pensar antes de actuar. El país y el mundo requieren de otro tipo de líderes, capaces de adelantarse a estos fenómenos.
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