<100 subscribers
Share Dialog
English version here.
Hace un año, participé en mi primera carrera de ultradistancia: del Zócalo de la Ciudad de México a Puerto Escondido, Oaxaca, 790 km por la Sierra Mixteca. Fue un poco caótico: tuve poco tiempo para prepararme, pero decidí hacerlo. Quería impulsarme a probar algo nuevo, algo que me había estado llamando desde hacía tiempo, aunque sabía que tal vez no tenía el entrenamiento necesario para competir. ¿Para qué? Para aprender.
Nunca he sido una persona que se considere muy deportista, así que me cuesta entender cuánto se necesita, tanto física como mentalmente, para enfrentar un evento de este tipo. Pero lo que sí sé es que admiro profundamente a quienes lo logran, especialmente a las mujeres, ya que no es cosa fácil dedicarle el tiempo y determinación a este tipo de retos.
El año pasado, cuando la experiencia aún estaba fresca, no quise escribir mucho sobre ella. Me daba pena, sentía que mi desempeño no había sido el mejor y preferí dejarlo ir. Pero recientemente revelé los rollos 35mm de las fotos que tomé, y al verlas, se revivieron emociones y aprendizajes que quiero compartir. Creo que es importante compartir nuestras vivencias, porque nunca sabemos a quién podemos inspirar. Al final, lo que más importa es presentarse a las cosas por uno mismo, sin presionarnos demasiado por nuestras expectativas. Aquí dejo algunas fotos de ese momento y algunos pensamientos que surgieron al verlas.
La carrera comenzó en el Zócalo y salímos a la 1 a.m. La llaman "El Infierno del Sur" por el calor brutal, porque, ¿qué mejor idea que organizar una carrera en mayo en el semidesierto? Jaja. Conté solo seis mujeres en la línea de salida, frente a unos 50 hombres. Estar ahí me pareció importante por una razón simple: la representación importa. La brecha de género en estos deportes sigue siendo enorme.
Desde el inicio hasta el CP1, pasé gran parte del tiempo pensando en renunciar. Me perdí varias veces en Puebla y rodé completamente sola durante horas. Ahora entiendo por qué muchos prefieren ir en grupos o en pareja: rodar en solitario es un reto mental durísimo. La mente se va a lugares extraños cuando el cansancio nos invade.
Yo tuve suerte, el universo me regaló compañía. Entre el CP1 y el CP3, fui adoptada por personas increíbles: al principio rodé con Trucha y el tío Bele, más tarde rodé al ritmo de Sofía, con quien compartí la parte más dura del recorrido hacia Acatlán de Osorio, compartí con ella mi primera rodada de toda la noche. Siempre me gusta reiterar que sin su compañía, probablemente habría abandonado. Admiro mucho la fuerza mental que tiene, no se quiebra ante la adversidad, fue contagiosa su actitud. Cabe destacar que rodar de noche en este país impone un miedo distinto, uno más profundo que el miedo que se puede sentir en otros lugares. En otro momento, desarrollaré más sobre esto.
La oscuridad nos ofreció alivio del calor, pero también trajo nuevas dificultades. A veces, el sueño me vencía sobre la bici, y mi mente se apagaba por completo.
Era aterrador y peligroso, pero la alternativa era aún peor: enfrentarse al sol abrasador y a temperaturas superiores a los 40°C. Al final, lo único que quedaba era seguir pedaleando, aprender a poner la mente en blanco y aceptar el sufrimiento como parte del proceso.
Eso es algo complejo para mí porque me gusta ver el ciclismo como algo disfrutable, pero el disfrute queda en segundo plano cuando debes abarcar distancias tan grandes.
Al final, gracias a la compañía nocturna de Sofía, tuve mi día más largo rodando: casi 30 horas y 330 km.
El desnivel, no lo sé con certeza, solo las estimaciones, ya que mi ciclocomputador dejó de funcionar por el calor y por haber estado encendido tantas horas. Aun así, lograr solo eso fue un gran triunfo para mí.
Me encontré con mi pareja en el CP3, y vaya que la estaba pasando mal. Me contó sus planes de abandonar; sentía que ya iba demasiado atrás y que no valía la pena intentarlo.
¿Pero era eso cierto? Yo tampoco sentía que iba súper bien, pero aun así me parecía que valía la pena seguir, no para ganar, sino para cumplir el reto y descubrir qué más aprendizajes nos mostraba el camino. Así que le propuse esperarlo, bajar el ritmo y acompañarlo, ver hasta dónde podía llegar sin tanta presión.
Yo solo quería terminar; era mi primera vez en ultradistancia, y con cruzar la meta estaría satisfecha. Aun en modo tranqui, tuvimos que rodar con un cansancio extremo, bajo un sol abrasador.
Luego, rodar toda la noche, otra vez. Y otra vez me asusté mucho porque me quedé dormida varias veces sobre la bici. En la Sierra Mixteca, la gente nos saludaba mucho y nos decía que todavía alcanzábamos a los demás del grupo, que le apretáramos.
Cuando parábamos en las tienditas, las personas se tomaban fotos conmigo. Me parecía muy lindo, sobre todo ver a las niñas sorprenderse al verme toda polvosa y sucia, recorriendo la sierra con mi bicicleta. Me sentí muy agradecida de estar ahí, por esos momentos.
Este ultra me dejó muchas enseñanzas. Aprendí que la resistencia no es solo cuestión de músculos, sino de mente. Que el cuerpo aguanta más de lo que creemos y que es la voluntad la que nos lleva hasta el final.
En la bici, como en la vida, uno carga lo que elige: peso, miedos, expectativas. Y, a veces, hay que soltar lo que nos impide avanzar. Competir en ultradistancia no siempre significa ir más rápido, sino aprender a moverte a tu propio ritmo y administrar tu energía sabiamente.
Cada viaje trae sus propios aprendizajes, y en este descubrí que tengo más resistencia de la que imaginaba. También entendí que incluso puedes llegar a hartarte de algo que amas, pero que es importante ponerse metas para medir dónde estás y seguir intentándolo para ver tu avance.
Este año volveré a intentarlo, quiero ver hasta dónde puedo llegar sola, probar lo que es correr en soledad, aunque sé que el camino siempre sorprende. Nada está escrito. A ver qué aprendo esta vez.
Poli Berber