Tomás siempre fue un hombre de pocas palabras, pero de muchos números. A sus 68 años, aún se despertaba antes del amanecer para revisar sus libretas de apuntes, cubiertas de fórmulas, esquemas y trazos eléctricos. Había trabajado como técnico en una planta de telecomunicaciones durante casi cuatro décadas. Sus dedos, ya torpes por la edad, aún se movían con la memoria de alguien que una vez habló el idioma de las máquinas.
Una mañana, su nieta Lucía, de 15 años, le pidió ayuda con un proyecto de informática. “¿Abuelo, qué es el código BCD?”, preguntó. Él sonrió. No había escuchado esas siglas en años.
“Ese fue el lenguaje con el que hicimos hablar a las calculadoras… y también con el que aprendí a escuchar al mundo”, respondió, casi en susurro.
Lucía debía exponer en clase cómo los sistemas digitales representan números. El maestro mencionó brevemente el BCD (Binary Coded Decimal), pero no dio mayores detalles. Ella pensó en buscar en internet, pero prefirió preguntarle a su abuelo, con quien últimamente sentía una distancia que no sabía cómo cerrar.
Tomás, por su parte, vivía con una tristeza silenciosa: se había jubilado sintiéndose irrelevante. Sus compañeros, las consolas y tableros que una vez reparó con maestría, estaban ahora en museos o deshuesaderos. Nadie hablaba ya de registros de 4 bits o del código BCD. Nadie, hasta Lucía.
Durante una semana, Tomás y Lucía se reunieron cada tarde. Él le explicó cómo el código BCD convertía cada dígito decimal en su forma binaria de 4 bits: el 0 en 0000, el 9 en 1001. Cómo ese código permitió que las primeras computadoras comprendieran números sin errores de redondeo. Le habló de las primeras calculadoras electrónicas, de los microcontroladores, del impacto de ese “puente” entre lo humano y lo binario.
Lucía escuchaba fascinada. Pero más que aprender sobre codificaciones, aprendía sobre su abuelo: su dedicación, su orgullo silencioso, su visión casi poética de lo digital.
Una tarde, Lucía confesó que su profesor no quería que presentara sobre BCD. “Dice que está obsoleto, que es historia muerta”. Tomás guardó silencio. Por dentro, una vieja herida palpitaba: la sensación de haber dedicado su vida a algo que ya no importa.
Pero esa noche, dejó una nota en el escritorio de su nieta:
“Puede que el código BCD ya no sea tendencia, pero sin él, no estaríamos aquí. No todo lo que queda atrás deja de tener valor. Preséntalo. Y hazlo con fuerza.”
Lucía presentó su trabajo. No solo explicó el código BCD, sino que relató la historia de cómo ese código había conectado generaciones. Mostró fotos de su abuelo, compartió anécdotas y explicó cómo entender el pasado técnico nos ayuda a construir el futuro digital con más humanidad.
Al final de la exposición, sus compañeros aplaudieron. El profesor, sorprendido, la felicitó por su enfoque narrativo y técnico.
Esa noche, Tomás encendió su vieja calculadora Casio, la misma que reparó hace más de 30 años. Tecleó “2025”. Observó cómo el display lo convertía en pulsos binarios internos, codificados aún —aunque nadie lo supiera— en BCD.
Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió vigente.
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