
Mateo, un adolescente de 14 años, nunca sintió que las matemáticas fueran para él. Las fórmulas le parecían símbolos vacíos, y los números, enemigos sin rostro. Pero todo cambió una tarde, cuando un error aparentemente insignificante lo llevó a cuestionar lo que creía saber sobre los números… y sobre sí mismo.
Mateo vivía en una ciudad pequeña, donde la mayoría de los estudiantes asistían a la misma secundaria pública. Era curioso, creativo y apasionado por la música, pero cuando se trataba de matemáticas, se sentía fuera de lugar. Su maestra, la señora Camacho, intentaba conectar con sus estudiantes, pero el tema del "sistema posicional" parecía imposible de digerir para muchos. Incluyendo a Mateo.
Una tarde de otoño, mientras hacía su tarea con desgano, cometió un error: escribió el número 502 en lugar de 205. La respuesta final de su problema no tenía sentido, y frustrado, arrojó el cuaderno al piso. Su madre, al notar su desesperación, se sentó con él.
—“¿Qué pasó, hijo?”—“Es que no entiendo por qué cambiar un número de lugar cambia todo…”
Esa simple pregunta, dicha entre lágrimas de frustración, marcó el inicio de un aprendizaje profundo.
La señora Camacho notó la confusión de Mateo al revisar su tarea. En lugar de corregirlo sin más, decidió usar el error como ejemplo para toda la clase. Llevó a sus alumnos a un pequeño taller con bloques base 10: cubos, barras y planos que representaban unidades, decenas y centenas.
Cuando Mateo vio que un “2” en las centenas valía 200, pero en las unidades solo 2, su mente hizo clic.
—“¡Ahora lo entiendo! No es el número, es dónde está puesto”, exclamó.
La clase lo miró. La señora Camacho sonrió. Era la primera vez que Mateo hablaba con seguridad sobre un concepto matemático.
A partir de ese momento, Mateo no solo mejoró en matemáticas: comenzó a desarrollar una mentalidad distinta. Empezó a escribir un diario donde comparaba conceptos matemáticos con aspectos de la vida. Escribió que “así como en el sistema posicional, nuestro valor también depende del contexto donde estamos”. Esa frase se volvió popular entre sus compañeros.
A fin de curso, Mateo presentó un pequeño proyecto de feria científica: un juego interactivo sobre el sistema posicional. Fue invitado a presentarlo en una feria regional y, para sorpresa de muchos, ganó un reconocimiento por “mejor explicación conceptual para estudiantes”.
El error de Mateo no fue una falla, fue una oportunidad. El sistema posicional, más allá de ser una estructura matemática, se convirtió para él en una metáfora de vida: todo tiene su lugar, y cada posición da un valor distinto. Descubrió que los errores no lo definían; lo que realmente importaba era cómo respondía a ellos.
Así, un número mal colocado cambió para siempre su manera de ver el mundo. Y hoy, cuando da talleres a niños más pequeños, repite con convicción:
“A veces no es el número lo que está mal, solo necesita encontrar su lugar.”
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