
Santiago tenía 27 años, acababa de graduarse como ingeniero en computación y trabajaba en una startup de salud digital. Era un desarrollador brillante, ambicioso, y —según sus colegas— un poco obsesionado con el futuro de la tecnología. Pero todo cambió una tarde de febrero, cuando recibió una llamada inesperada de su madre.
—“Tu papá se desmayó otra vez, Santi... esta vez fue en el trabajo”.
El diagnóstico fue claro: arritmia cardíaca no diagnosticada. No era mortal si se trataba, pero requería monitoreo constante. Santiago, sentado en la sala de espera del hospital, miró el smartwatch que le había regalado a su padre el año anterior, y se preguntó por qué ese reloj “inteligente” no había hecho nada para alertarlos.
Y entonces lo entendió: no era suficiente que los dispositivos fueran inteligentes. Tenían que ser humanos.
Los wearables estaban por todos lados: relojes, bandas, lentes, ropa inteligente. Pero la mayoría de las aplicaciones eran genéricas, impersonales, diseñadas para usuarios promedio, no para pacientes específicos con necesidades reales. Santiago decidió crear una aplicación personalizada, una que pudiera adaptarse a las señales particulares del corazón de su padre.
Así comenzó un viaje inesperado por el mundo del desarrollo para wearables: un ecosistema complejo donde el hardware limita la imaginación y la interfaz de usuario debe ser intuitiva, mínima, casi invisible.
Aprendió a usar Wear OS con Android Studio, exploró las APIs de sensores biométricos, y enfrentó la fragmentación de dispositivos. Consideró usar Flutter para una solución más rápida, pero los requerimientos precisos de salud lo obligaron a optar por desarrollo nativo. Descubrió plataformas como Fit SDK y Samsung Health que ofrecían integración directa con dispositivos médicos.
A veces el desarrollo se volvía frustrante: los simuladores no replicaban correctamente los datos del ritmo cardíaco, y los permisos de acceso eran estrictos. Santiago pensó en rendirse más de una vez. Pero cada vez que miraba a su padre, con miedo de que el corazón le fallara de nuevo, el código cobraba otro sentido.
Tras tres meses de trabajo, la app estuvo lista. Era simple: un sistema de alertas adaptativo que aprendía del patrón cardíaco de su padre y enviaba notificaciones a tiempo real a la familia. Funcionaba como un pequeño ángel de la guarda en la muñeca. Cuando el primer aviso se activó por un pequeño episodio, su padre ya estaba camino al médico antes de que el síntoma se volviera crítico.
Santiago lloró esa noche. No por el éxito técnico, sino por haber transformado su conocimiento en algo vital.
Hoy, Santiago comparte su experiencia con nuevos desarrolladores. Les dice que trabajar en wearables no es solo reducir pantallas y optimizar baterías. Es entender que estás creando tecnología que literalmente se viste sobre la piel. Que respira con el usuario. Que puede, en algunos casos, ser la diferencia entre vivir a tiempo o no.
Desarrollar para wearables es, en el fondo, desarrollar para lo invisible: el instante antes del colapso, el dato que nadie más ve, la alerta que llega justo cuando debe.
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