
Camila siempre fue brillante. Como analista de información en una startup de soluciones sostenibles, su aguda intuición para los datos la había posicionado como una pieza clave del equipo. Estaban creciendo, y eso significaba algo emocionante: un nuevo sistema de monitoreo ambiental para sus clientes. Lo querían todo —gráficas en tiempo real, predicciones semanales, alertas automatizadas. Todo, menos lo más importante: claridad.
El proyecto avanzaba con velocidad vertiginosa. Camila, acostumbrada a improvisar, asumió que todo iría bien. Recibió datos de sensores, informes PDF, hojas de cálculo caóticas de departamentos distintos. “Ya lo limpiaré después”, pensaba.
Pero entonces, ocurrió lo inevitable.
Dos meses después del lanzamiento del nuevo sistema, uno de los principales clientes —una empresa forestal— tomó decisiones operativas erradas basadas en un análisis defectuoso. Un modelo predijo niveles de humedad falsos. Se aplicó un tratamiento químico innecesario y costoso. El cliente reclamó. Camila se congeló.
Al revisar los orígenes, descubrió que los datos provenían de sensores que no estaban calibrados. Lo peor: ella nunca había verificado si esos datos eran realmente necesarios o si tenían la calidad suficiente. Solo los tomó porque estaban ahí.
Fue el punto de quiebre.
Con humildad, Camila decidió regresar a lo básico. Reunió a todos los actores involucrados, desde operativos hasta ejecutivos. Les preguntó lo que nunca había preguntado:
¿Qué información realmente necesitan para tomar decisiones?
¿Con qué frecuencia la usan?
¿Qué nivel de detalle es útil y cuál es ruido?
Organizó sesiones de trabajo, entrevistas, observaciones directas y hasta encuestas. Aplicó técnicas de análisis de requerimientos que solo conocía de libros, y ahora, por fin, tenían sentido en la práctica.
Se sorprendió al descubrir que muchos requerimientos eran simples: querían datos semanales, no en tiempo real. Querían tablas claras, no dashboards complejos. Querían saber qué hacer con la información, no solo verla.
Camila aprendió que el problema nunca fueron los datos. El problema fue su falta de enfoque en los requerimientos reales del análisis. Había confundido cantidad con utilidad.
Hoy, cada nuevo proyecto comienza con una pregunta:¿Qué información necesitamos, para qué, y cómo sabremos que es útil?
Y esa pregunta salvó la relación con el cliente, la reputación de su equipo… y su propia confianza como analista.
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