
Sofía tenía 27 años cuando lanzó su primera aplicación móvil: MindGlow, una plataforma de meditación diseñada para jóvenes profesionales. Tras años de ansiedad y jornadas interminables en una firma de arquitectura, su mayor deseo era crear un espacio digital que ayudara a otros a encontrar calma en medio del caos urbano.
La aplicación despegó con fuerza. Las descargas superaron las 50,000 en los primeros tres meses. La comunidad crecía, los testimonios llegaban y las sesiones guiadas acumulaban elogios. Pero con ese crecimiento, también llegó una presión silenciosa: monetizar.
Sin experiencia previa en modelos de ingresos digitales, Sofía optó por lo fácil: incluir banners publicitarios en la app gratuita. Eran banners discretos, decía ella. “Apenas ocupan espacio”. Una decisión inocente al principio, una herida abierta después.
Los primeros correos comenzaron a llegar:
“¡No puedo meditar con un anuncio de hamburguesas en la parte inferior!”
“¿Por qué me aparece un juego violento mientras respiro profundamente?”
“La app es buena, pero los anuncios me sacan de mi momento de paz.”
Las calificaciones bajaron de 4.9 a 3.2 en cuestión de semanas. Sofía intentó ajustar los tipos de banners, filtrar categorías, negociar con plataformas. Nada cambió el hecho esencial: el banner interrumpía lo que la app prometía entregar. Paz. Silencio. Introspección.
Fue entonces cuando conoció a Helena, una diseñadora de UX y antigua cliente de MindGlow. En una llamada, Helena le dijo:— “Tú no solo pusiste un banner. Pusiste una disonancia dentro de un espacio que debería ser puro. Monetizar no es malo, pero debe ser coherente con lo que entregas.”
Ese día, Sofía decidió retirar todos los banners. Volvió a construir desde cero su estrategia de ingresos: versión premium sin anuncios, colaboraciones con psicólogos y audioguías patrocinadas con marcas afines al bienestar.
En seis meses, MindGlow no solo recuperó su comunidad: se convirtió en una de las apps de mindfulness más recomendadas en América Latina.
Hoy, cuando da charlas sobre ética digital, Sofía comparte una frase que aprendió a la fuerza:“Cada píxel comunica. Incluso el más pequeño puede romper una promesa.”
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