
Hay ideas que mueren en un estallido, y otras que mueren en un susurro.
El Estado-nación pertenece a esta última categoría: no caerá, simplemente se irá evaporando.
Lo más inquietante es que no nos daremos cuenta hasta que sea demasiado tarde. Seguiremos hablando de países, himnos, pasaportes y fronteras como quien habla de la lluvia en Marte: con nostalgia de algo que ya no forma parte del clima real en el que vivimos.
La sospecha, sin embargo, ya está aquí. Es ese pequeño ruido de fondo cuando miras cómo vive la gente y te das cuenta de que nada en su vida cotidiana encaja con la arquitectura que supuestamente la sostiene. Como si el mapa institucional siguiera siendo el mismo pero el territorio humano hubiera mutado para siempre.
Durante tiempo creí que esto era solo un mal funcionamiento: gobiernos lentos, instituciones obsoletas, burocracias torpes. Pero un día entendí algo: el problema no es que los Estados-nación estén fallando; el problema es que siguen funcionando perfectamente…para un mundo que dejó de existir.
Y cuando una forma política deja de describir la realidad que pretende gobernar, no importa cuánta fuerza tenga, ni cuántos recursos, ni cuánta legitimidad histórica. Está condenada.
Los Estados-nación nacieron en un mundo de distancias físicas, identidades unívocas y economías locales. Un mundo donde nacer en un lugar equivalía a pertenecer a él, donde la lealtad era territorial, donde el poder emanaba de la tierra, donde la cultura avanzaba al ritmo de los siglos y donde la lengua y la frontera formaban un matrimonio estable.
Pero nosotros ya no somos habitantes de ese paisaje. Vivimos en un escenario donde la identidad se volvió modular, la comunidad se volvió híbrida, la cultura viaja a la velocidad del meme, la economía atraviesa fronteras como si no existieran y la pertenencia emerge en espacios sin geografía.
Intentamos gobernar redes con instituciones diseñadas para aldeas. Intentamos explicar identidades fractales con categorías que exigen homogeneidad. Intentamos regular culturas globales con la mirada miope de la soberanía local.
Es como intentar guardar un océano en un vaso.
Lo que más me sorprende no es la fragilidad del Estado-nación. Es la resistencia con la que fingimos que sigue funcionando. Peleamos por él como por un viejo mito que ya no ilumina, pero al que seguimos devolviendo plegarias por costumbre.
La disonancia es evidente:
el Estado nos pide que declaremos una identidad estable en una época donde somos nómadas simbólicos; nos pide lealtad territorial cuando la vida sucede en plataformas; nos pide obediencia vertical cuando nuestra inteligencia ya es horizontal; nos pide creer en una comunidad unificada cuando nuestras pertenencias son múltiples.
La institución se ha vuelto un espejo deformado:
ya no refleja lo que somos,
solo lo que fuimos.
Pero el verdadero quiebre es más profundo: el poder ha cambiado de lugar. Durante cinco mil años, controlar tierra fue controlar el destino.
Hoy el poder efectivo está en las redes,
los protocolos,
los datos,
los relatos,
las plataformas,
la cultura.
Los Estados defienden fronteras físicas mientras el mundo se mueve en fronteras cognitivas.
Su jurisdicción quedó reducida a la parte menos vital de la vida humana: la parte que todavía puede delimitarse con líneas sobre un mapa.
Todo lo demás -economía, identidad, creatividad, comunidad, influencia- se volvió posgeográfico. Y una institución que pierde el control del significado pierde, inevitablemente, el control del futuro.
La pregunta entonces ya no es si los Estados-nación van a colapsar. No lo harán. Colapsar implica drama, ruido, ruptura visible.
Lo que creo que ocurrirá es mucho más sutil y más irreversible: serán superados.
Como lo fueron las ciudades-estado, los imperios y los reinos teocráticos. Desaparecerán del centro sin desaparecer del todo, ocupando un rol marginal, administrativo, casi protocolario.
La humanidad seguirá organizada, sí, pero no alrededor de Estados, sino alrededor de ecosistemas culturales, redes simbólicas, plataformas de coordinación y arquitecturas cognitivas distribuidas.
La sociedad se reordenará desde la identidad, no desde la geografía.
Desde la cultura,
no desde la bandera.
Desde la cooperación distribuida,
no desde la soberanía aislada.
Desde la interdependencia,
no desde la independencia.
Y lo más fascinante -y perturbador- es que casi nadie lo está viendo venir. Porque el Estado-nación aún tiene volumen, pero ya no tiene narrativa. Y cuando una institución pierde la narrativa, pierde su capacidad de futuro.
La historia nunca ha favorecido a quienes se aferran al orden viejo, sino a quienes se atreven a imaginar el nuevo.
Los Estados-nación tienen fecha de caducidad no porque estén rotos, sino porque el mundo para el que fueron creados ya no existe.
Y en ese vacío -esa grieta entre lo que somos y la arquitectura que debería sostenernos- solo queda una pregunta abierta, luminosa y peligrosa:
Si el Estado-nación ya no es la escala de lo humano, ¿cuál será la próxima forma de civilización?
No tengo la respuesta. Pero sé dónde empezará: en aquellos que se atrevan a imaginar antes que gobernar.
Los mapas cambian cuando cambiamos la forma de mirar. Y el mundo -este mundo que ya no cabe en fronteras- está esperando nuevos cartógrafos.
Archivo 16. Desde la frontera.
Synapseverse 00.
Nada más radical que imaginar lo que aún no existe.
by Carles Montrull.
Carmonpa1
No comments yet