
Ayer cumplí 33 años.
No hice una lista de propósitos. No conté logros ni proyecté metas. Solo me hice una pregunta:
¿hacia dónde vamos?
Y no me refiero al “nosotros” con mayúsculas, ese sujeto genérico que a veces usamos para no hablar de nosotros mismos. Me refiero al nosotros pequeño, íntimo. Ese grupo difuso de personas que siente que algo se está perdiendo. Que algo se ha vuelto demasiado ruidoso, demasiado rápido, demasiado igual.
No escribo este texto para enseñar nada.
Lo escribo para acordarme de lo que no quiero olvidar.
Para dejar una bengala encendida por si alguna vez pierdo el rumbo.
Y si esa bengala te sirve a ti también, entonces estamos más acompañados de lo que parece.
Vivimos tiempos donde todo tiende a la homogeneidad. Ciudades que se copian unas a otras. Marcas que repiten fórmulas. Personas que sienten que deben parecerse a otras para ser alguien. El algoritmo nos empuja hacia lo mismo, hacia lo cómodo, hacia lo replicable. Y cada vez que algo se vuelve replicable, pierde textura.
Pero hay una corriente subterránea que empieza a emerger. Lo he notado en las conversaciones con amigos, en proyectos que brotan sin permiso, en decisiones que a primera vista parecen ilógicas pero que en el fondo buscan algo esencial: volver a lo humano.
Cada vez más personas eligen lo imperfecto. Disparan con cámaras analógicas. Escriben a mano. Vuelven a la cocina lenta. Se aferran a rituales que no pueden acelerarse. No es nostalgia. Es resistencia. Resistencia frente a un sistema que premia el resultado y castiga el proceso.
Hablando con Samuel hace unos días, caí en la cuenta de que lo que más valoramos ahora no es la velocidad ni la eficiencia, sino la posibilidad de detenernos. De pensar sin tener que publicar. De sentir sin tener que explicar. De crear sin tener que producir.
La inteligencia artificial ha exacerbado este dilema.
Nos entrega resultados brillantes en segundos. Pero ¿a qué costo?
Nos da imágenes perfectas sin haber vivido el instante.
Nos ofrece respuestas sin permitirnos el temblor de la duda.
Y es ahí donde empieza a borrarse algo fundamental.
El proceso deja de importar.
El error, la pausa, la reescritura… se vuelven sospechosos.
Ser se convierte en sinónimo de entregar.
Pero ¿y si justamente ahí estuviera la pista?
¿Y si el futuro no se tratara de hacer más, sino de sentir mejor?
Creo que nos estamos acercando, sin saberlo, a una nueva sensibilidad.
Una sensibilidad que valora la espera.
Que entiende que el tiempo humano no puede acelerarse como una máquina.
Que empieza a tratar la cultura no como adorno, sino como infraestructura.
Porque todo sistema necesita cimientos. Y en este tiempo líquido donde nada parece durar, la identidad será el nuevo refugio. No una identidad como máscara, sino como brújula. Una que no responde a modas, sino a memorias. Una que no busca encajar, sino reconocer(se).
Tengo 33. Y en lugar de hacer una lista de 33 cosas que aprendí, decidí hacer este pequeño ejercicio de imaginación: un ensayo para intentar nombrar lo que aún no existe, pero necesitamos.
Una hipótesis, si se quiere.
Ahí va:
En la era de los outputs perfectos, lo imperfecto será el último lujo. En la era de la velocidad, el que sepa sostener el proceso será el nuevo líder. Y en la era de lo homogéneo, lo singular será la forma más radical de resistencia.
No sé si este es el futuro que viene. Pero sí sé que es uno en el que me gustaría habitar.
Y esta carta, escrita a los 33, es mi forma de empezar a construirlo.
¿Te resuena? Te leo.
Archivo 06. Desde la frontera.
Synapseverse 00.
Nada más radical que imaginar lo que aún no existe.
by Carles Montrull.
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Carmonpa1
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