
Lo “smart” se nos quedó corto.
Durante años confundimos progreso con paneles de control: más sensores, más métricas, más gráficos en tiempo real. Aprendimos a medirlo todo menos lo que de verdad nos sostiene. La tecnología cumplió su promesa; redujo fricciones, aceleró flujos, pero dejó a la vista un vacío más antiguo: ¿para qué? ¿en nombre de qué? ¿hacia dónde, juntos?
No escribo contra la técnica; escribo contra la amnesia. En un mundo hiperconectado, cualquier gesto local vibra en la red global: un virus que cierra aeropuertos, un tuit que mueve mercados, un bloqueo que tensa cadenas de suministro, un verano que ya no refresca. La interdependencia dejó de ser un marco teórico para convertirse en atmósfera. Y en esa atmósfera, la velocidad sin criterio es pura fragilidad: responde rápido, pero se rompe fácil.
Quizá el malentendido de fondo sea éste: llamamos inteligente a lo que optimiza, cuando lo verdaderamente inteligente es lo que orienta. No necesitamos otra capa de automatización; necesitamos una brújula. Y la brújula, en sociedades vivas, no es técnica: es cultural.
Sé que durante mucho tiempo tratamos la cultura como un adorno. Branding, campaña, estética: el maquillaje que se aplica al final. Pero lo que nos ha traído hasta aquí exige invertir el orden. La cultura no es un envoltorio; es infraestructura. Igual que el código ejecuta funciones en una máquina, la cultura ejecuta hábitos, valores y vínculos en una comunidad. Define qué merece repetirse, qué se protege del desgaste, qué se transmite cuando la prisa arrasa con lo demás. Sin ese código base, toda tecnología se vuelve amplificador de ruido; con él, la tecnología se convierte en instrumento afinado.
Si aceptamos esto, la ecuación fundacional se vuelve simple, casi brutal: tiempo compartido → ritual → identidad. No hay comunidad sin calendario. Primero coincidimos, luego repetimos con intención, después nos reconocemos. La identidad no nace de un eslogan, nace de una secuencia: del pan que tarda, del martes que siempre vuelve, del gesto que nos recuerda quiénes somos cuando el ruido aprieta. Cambia el tiempo, cambia el mundo.
La inteligencia artificial ha tensado este dilema. Nos entrega resultados brillantes sin obligarnos a atravesar el corredor de dudas donde antes se templaba el criterio. Fascina por eficiente, abruma por inmediata. Y sin embargo, el problema no es la máquina, sino lo que estamos dispuestos a sacrificar para que la máquina nos guste: el temblor del proceso, la pausa, la reescritura, la marca de taller. Si externalizamos sistemáticamente el camino, empezamos a olvidar por qué queríamos llegar.
De ahí una postura que asumo sin pudor: necesitamos periodos de repliegue intencional. No desconexión romántica, sino higiene del criterio. Llamadlo ayuno simbólico: ventanas de silencio antes de amplificar, donde se escucha el pulso del proyecto sin la exigencia de producir ya. No para negar la IA, sino para darle un anclaje. La IA expande si hay estilo; licúa si no lo hay.
“Lo smart” sin alma, además, dibuja mapas injustos con apariencia neutra. Sabemos que un código postal predice mejor tu esperanza de vida que muchas decisiones privadas. Eso significa que el urbanismo también reparte tiempo. Si las ciudades gestionan tráfico pero no sombra, métricas pero no distancia a alimentos frescos, latencia pero no acceso a atención primaria, lo que optimizan es la desigualdad. Una política verdaderamente inteligente es una política del tiempo vital: acorta esperas inútiles, ensancha márgenes de cuidado, devuelve minutos donde más faltan. El KPI no es sólo la eficiencia del flujo, es la riqueza de tiempo de quienes menos lo tienen.
Todo esto cambia, inevitablemente, cómo concebimos organizaciones. Durante décadas nos organizamos alrededor del producto. Lo que emerge, si tenemos la valentía de nombrarlo, se organiza alrededor del protocolo: las formas en que vivimos juntos lo que decimos que nos importa. Cuando una organización deja de pensar en usuarios y empieza a pensar en ciudadanía, el catálogo se vuelve calendario, el discurso se vuelve léxico, la campaña se vuelve rito, el cliente se vuelve guardián. No hablo de metáforas épicas; hablo de sobriedad institucional: derechos y deberes sencillos, reglas de juego visibles, retornos de valor que no se confundan con puntos ni descuentos, y, sobre todo, derecho a salida como prueba de coherencia. Donde haya calendario, léxico y reciprocidad, habrá pertenencia. Donde sólo haya lanzamientos, habrá agotamiento.
Quizá por eso me seduce esta imagen: una mesa sencilla, cuatro sillas, un miércoles reservado. Nadie graba; nadie presenta; nadie corre. Se repite. A la tercera semana ya hay palabras que sólo ahí significan algo; a la sexta ya hay gestos; al año, sin darnos cuenta, hay identidad. Lo que era reunión se vuelve lugar. Lo que era grupo se vuelve nosotros. ¿Hace falta un dashboard para verlo? No. Hace falta cuidarlo.
La pregunta difícil, entonces, no es técnica, sino moral: ¿qué decidimos consagrar con nuestra repetición? Porque todo rito consagra. Una cola a las cuatro de la mañana consagra escasez; un club sólo por invitación consagra estatus; un presupuesto participativo bien hecho consagra confianza. Las fricciones no desaparecen: se diseñan. Las buenas fricciones, los umbrales, las esperas con sentido, los turnos, las instancias deliberativas, no frenan: significan. Las malas fricciones humillan. Entre unas y otras se juega la elegancia de una sociedad.
No espero unanimidad. Espero precisión. Que cuando hablemos de ciudades inteligentes sepamos decir para quién y bajo qué ritmo. Que cuando adoptemos IA sepamos desde dónde: como espejo que expande nuestros rasgos, no como máscara que los borra. Que cuando hablemos de cultura no pensemos en estética, sino en arquitectura. Que cuando midamos, midamos también lo que sólo existe en el tiempo: la confianza, la paciencia, la continuidad.
Hay frases que me gustaría que me sobrevivieran, si todo lo demás cambia. La primera: el futuro no es corporativo; es cultural. No porque la empresa desaparezca, sino porque su legitimidad ya no se medirá por cuantos productos entrega, sino por cómo sostiene vínculos. La segunda: el foso no está en la ejecución, está en la coherencia. En un mundo de outputs perfectos, lo imperfecto con historia será el lujo y lo consistente con pulso será el poder.
No sé si esto cabe en un plan quinquenal. Sé que cabe en gestos pequeños y repetidos: fijar ritmos, nombrar con cuidado, abrir espacios donde la gente pueda equivocarse sin ser expulsada de inmediato, documentar sin postureo, devolver valor de forma visible, reservar días sin publicar para recordar para qué hacemos lo que hacemos. Convertir el catálogo en calendario. Cambiar presión por pulso.
Si eso ocurre, si dejamos de pedirle a la técnica que nos dé sentido y empezamos a pedirle que siga al sentido, entonces sí: las sociedades “smart” empezarán a parecer sociedades con alma. No más listas de funciones, sino formas de vida. No más promesas abstractas, sino memoria. No más agendas llenas, sino tiempo que, al compartirse, se vuelve casa.
Lo demás, honestamente, es ejecución. Y la ejecución, por primera vez en siglos, ya no es lo difícil. Lo difícil es decidir qué merece ser repetido juntos. Ahí empieza todo. Ahí se sostiene todo. Ahí se nota, en silencio, que seguimos siendo humanos. Y que, pese a la prisa, todavía sabemos construir algo que dure.
Archivo 07. Desde la frontera.
Synapseverse 00.
Nada más radical que imaginar lo que aún no existe.
by Carles Montrull.
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Carmonpa1
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