
Era un jueves de agosto tan húmedo que el Nervión sudaba a la altura del Arenal. Entre los soportales de la Plaza Nueva, la Banda Municipal de Bilbao se disponía a ofrecer un ensayo abierto: cien sillas numeradas, cien pupitres, cien vecinos exactos. Lo habían hecho a propósito —«Aforo controlado, oído cocina», presumía la concejala de Cultura—, y todo marchaba según el plan… hasta que la ría decidió conspirar.
Cuando el director levantó la batuta —con el Arriaga de fondo y el Puente del Arenal dorándose al atardecer—, una ráfaga de polen (y quizá algo de sirimiri evaporado) cruzó la plaza. Primero estornudó la txistulari; luego carraspeó el bombardino; y pronto, como si Kepa Junkera hubiese escrito una partitura viral, cien gargantas bilbaínas empezaron a toser a compás.

En la cuarta fila, un jubilado de Santutxu, abrumado por aquella percusión bronquial, intentó contar los ataques:
—¡Ochenta y nueve, noventa…!
No llegó al cien. Porque, detrás de él, alguien preguntó medio en broma, medio buscando aire:
—«Sí estáis tosiendo 100 personas… ¿106?»
La lógica se resquebrajó. La frase —absurda, euskaldun y maravillosa— reverberó bajo los arcos neoclásicos:

—¿Ciento seis?
—¡Ciento sei… zazpi, zortzi!
—¿Pero no éramos cien?
El director —bigote digno de Azkuna, mirada de Aita Donosti—, lejos de enfadarse, pasó del pasodoble previsto a dirigir aquella sinfonía de toses. El trombón improvisó un «¿cien o seis?», el txistu respondió «aupa la gripe!» y el bombo replicó con redobles asmáticos que retumbaron hasta la fachada del Mercado de la Ribera.
En ese instante llegó un grupo de turistas franceses que, creyendo asistir a una “performance sonora” junto al Guggenheim, sacaron móviles y grabaron el momento. Los pintxos del Serantes temblaban sobre las barras; el camarero aplaudía con el trapo; incluso Puppy, el guardian del museo, ladró (o estornudó, quién sabe).

Cuando la nube de polen se disipó y la última tos se apagó, la concejala volvió a contar cabezas: una, dos… cien. Ni rastro de los seis intrusos. Tal vez nunca existieron; quizá fueron ecos reflejados en la bóveda de la plaza. O, como susurró una amama entre risas, «serían fantasmas del tranvía».
El maestro bajó la batuta con solemnidad:
—Señoras y señores, eskerrik asko por asistir al estreno mundial de nuestra pieza «Tos Sí Ento Seis». ¡Nos veremos el año que viene!

Desde entonces, Bilbao celebra cada agosto el Festival 106: habilitan cien sillas bajo la piedra dorada de la Plaza Nueva, reparten mentas y vasos de txakoli (dicen que ayuda a la afinación de la tos) y esperan, impacientes, a que la aritmética vuelva a bailar con el absurdo. Porque aquí, junto a la ría, si cien bilbaínos tosen… nunca se sabe cuándo aparecerán los seis que faltan para que la fiesta sea de récord mundial.

Era un jueves de agosto tan húmedo que el Nervión sudaba a la altura del Arenal. Entre los soportales de la Plaza Nueva, la Banda Municipal de Bilbao se disponía a ofrecer un ensayo abierto: cien sillas numeradas, cien pupitres, cien vecinos exactos. Lo habían hecho a propósito —«Aforo controlado, oído cocina», presumía la concejala de Cultura—, y todo marchaba según el plan… hasta que la ría decidió conspirar.
Cuando el director levantó la batuta —con el Arriaga de fondo y el Puente del Arenal dorándose al atardecer—, una ráfaga de polen (y quizá algo de sirimiri evaporado) cruzó la plaza. Primero estornudó la txistulari; luego carraspeó el bombardino; y pronto, como si Kepa Junkera hubiese escrito una partitura viral, cien gargantas bilbaínas empezaron a toser a compás.

En la cuarta fila, un jubilado de Santutxu, abrumado por aquella percusión bronquial, intentó contar los ataques:
—¡Ochenta y nueve, noventa…!
No llegó al cien. Porque, detrás de él, alguien preguntó medio en broma, medio buscando aire:
—«Sí estáis tosiendo 100 personas… ¿106?»
La lógica se resquebrajó. La frase —absurda, euskaldun y maravillosa— reverberó bajo los arcos neoclásicos:

—¿Ciento seis?
—¡Ciento sei… zazpi, zortzi!
—¿Pero no éramos cien?
El director —bigote digno de Azkuna, mirada de Aita Donosti—, lejos de enfadarse, pasó del pasodoble previsto a dirigir aquella sinfonía de toses. El trombón improvisó un «¿cien o seis?», el txistu respondió «aupa la gripe!» y el bombo replicó con redobles asmáticos que retumbaron hasta la fachada del Mercado de la Ribera.
En ese instante llegó un grupo de turistas franceses que, creyendo asistir a una “performance sonora” junto al Guggenheim, sacaron móviles y grabaron el momento. Los pintxos del Serantes temblaban sobre las barras; el camarero aplaudía con el trapo; incluso Puppy, el guardian del museo, ladró (o estornudó, quién sabe).

Cuando la nube de polen se disipó y la última tos se apagó, la concejala volvió a contar cabezas: una, dos… cien. Ni rastro de los seis intrusos. Tal vez nunca existieron; quizá fueron ecos reflejados en la bóveda de la plaza. O, como susurró una amama entre risas, «serían fantasmas del tranvía».
El maestro bajó la batuta con solemnidad:
—Señoras y señores, eskerrik asko por asistir al estreno mundial de nuestra pieza «Tos Sí Ento Seis». ¡Nos veremos el año que viene!

Desde entonces, Bilbao celebra cada agosto el Festival 106: habilitan cien sillas bajo la piedra dorada de la Plaza Nueva, reparten mentas y vasos de txakoli (dicen que ayuda a la afinación de la tos) y esperan, impacientes, a que la aritmética vuelva a bailar con el absurdo. Porque aquí, junto a la ría, si cien bilbaínos tosen… nunca se sabe cuándo aparecerán los seis que faltan para que la fiesta sea de récord mundial.
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Borja Moskv
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