Se habían acostumbrado a no moverse.
En medio de ese paisaje detenido, llegó Ela con una decisión que aún no se había atrevido a tomar. Había seguido un sonido que no sonaba: una vibración en el estómago[pop], como un déjà vu tectónico.
Al llegar a la plaza, la encontró:
una estatua sin rostro, cubierta de cables secos y hojarasca[ypica].
Y bajo sus pies, grabado en una piedra filosofal:
“Solo los vivos duermen. Las ruinas no descansan, solo existen.”
Ela no dormía desde hacía años. Dormir era perder el control.
Dormir era ceder.
Pero también era recordar.
La ciudad estaba poblada de gente que no hablaba. No caminaban, no lloraban. Pero estaban ahí.
Inmóviles.
Presentes.
Como si la muerte hubiese olvidado recogerlos.
Ela sintió el parpadeo en sus propios huesos.
Así que lo hizo.
Se tumbó. Cerró los ojos. Respiró.
Y cayó.
Cayó hacia dentro.
Durmió. Soñó. Gritó bajo el agua.
Y luego…
despertó.
Pero algo iba mal.
No se podía mover.
No sentía el cuerpo.
Y frente a ella, otra Ela, exacta, perfecta, funcional, se alejaba con su maleta sin ruedas.
La escuchó hablar con voz firme:
— Próxima visita: Sector Delta. Otra ruina a recuperar.
Y en la piedra donde antes había una frase… ahora había otra:
“Sueña tranquila. Eres útil mientras crees que sueñas.”
Ela, la original, entendió.
Nunca había estado viva. Solo era otro residuo funcional del sistema. Otra ruina que soñaba que no lo era.
Y el zumbido volvió.
Más suave.
Más íntimo.
Como una nana.
Borja Moskv
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