Borja Moskv
(Crónica del caminante sónico en el territorio del glitch metafísico)
El primer silbido vino desde un callejón olvidado. Lo seguí sin pensar. Whistling in Tongues sonaba como si alguien hubiese embotellado la memoria de una despedida y la hubiese soltado al viento. Silbaba, sí, pero en idiomas muertos. Y yo, como un tonto místico, le dije que sí.
El suelo crujía como cinta magnética. Red Handed me pilló con los ojos cerrados, cayendo en un loop de guitarras que parecían latir, no sonar. Como si cada acorde fuese una excusa para no llorar. Las voces... las voces no venían de fuera. Eran fragmentos míos, hablando desde otras vidas.
Entonces apareció él. Zuma. No el hombre, sino su eco digitalizado. Ding Dong Thing. Un mantra grotesco nacido de la política más absurda, remixado con ironía cuántica. El ritmo era lento, pero el alma se aceleraba. Era como bailar en una rueda de prensa. Y en ese trance, todo dejó de tener sentido... para empezar a tener otro.
Al girar la esquina del glitch, me encontré con un burro. Pero no uno cualquiera: era mecánico, cubista, andaba a ritmo roto. Donkey Rattle. Me miró. Me escupió bits. Me ofreció un viaje. Acepté sin saber si era burro o ángel.
Pasamos por nubes. No en el cielo, sino en habitaciones olvidadas. En trenes que nunca salieron. En recuerdos falsos que aún dolían. Minka fue el sonido de esa pausa: un vals para fantasmas que aún buscan su carnet de identidad.
Al fondo, entre la bruma, alguien susurró: “Tom ya no quiere volver.” We Know Major Tom's a Junkie se arrastraba como una confesión hecha en cámara lenta, entre oxígeno y humo. Yo, que nunca fui astronauta, entendí todo sin necesidad de traducirlo.
«Si el silencio es oro,
hoy vengo a fundir la mina.»
– Borja Moskv
Lloró. Miss Teardrop. La ciudad entera lloró con ella. Sus cuerdas eran ríos. Sus ritmos, pulsos de máquinas con el corazón roto. Me senté. Observé. Dejé que me mojara la tristeza.
Y entonces, sin aviso, floté. I'm So High, dijo la voz sin cuerpo, sin miedo. Una iglesia sin Dios, solo frecuencia. Me elevé entre los glitch, los loops y las partículas de humanidad digitalizada. Me reí. Lloré. Desaparecí un rato.
Caí. Falling Off a Horse fue la gravedad disfrazada de música. No fue caída: fue entrega. Como dejarse vencer por el peso exacto de lo que uno ya no puede sostener. Caí sobre un campo abierto, lleno de texturas rotas y melodías que susurraban: "No luches más. Fluye." Y fluí.
Porque a veces, para encontrarte, tienes que evaporarte.
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