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El aire primero no fue aire, sino Air, exhalación dorada de sintetizador abierto, aliento suspendido sobre las azoteas de Bilbao, en un agosto detenido en loop.
Nada comenzaba todavía, y sin embargo ya todo latía.
En la penumbra del Antzoki, Borja Moskv ajustaba cables como si fueran raíces de un árbol invertido, y cada giro de potenciómetro parecía convocar dioses eléctricos, dioses anónimos con rostro de oscilador y cuerpo de delay.
Un rumor de ciudad se mezclaba con el silencio de la sala, y en ese silencio Dorian caminaba, llevando consigo un eco de fuga: A cualquier otra parte, decía, y cada sílaba era un vidrio que se astillaba bajo los pies de los que escuchaban.
En una esquina del mundo, Nueva Vulcano sostenía todavía la deuda de un baile no entregado, un baile guardado como moneda imposible, como promesa ardiendo en las ruinas.
Entonces las paredes de ladrillo respiraron grafitis animados: eran los Gorillaz, brotando como murales vivos, y en su irrupción aparecía la ironía del pop convertido en criatura. Ellos hacían temblar las ventanas con su Do Ya Thing, mientras detrás de ellos se escuchaba un murmullo: Jigitz, sombra digital, jurando en voz baja Die For You.
Y de los bosques invisibles, dos viajeros llegaron: Kieran Hebden & William Tyler.
Uno cargaba guitarras que brillaban como ríos de cristal; el otro tejía arpegios que parecían raíces en expansión.
Juntos levantaban un puente secreto entre lo acústico y lo sideral, y sobre ese puente emergió la manada imposible de Die Wilde Jagd, 2000 elefantes que no tenían piel sino percusión, elefantes de tambor y trompa metálica, golpeando al unísono como si el mundo fuera un tambor gigante.
La carretera se dobló como un arcoíris líquido y, desde su curva luminosa, apareció Leon Vynehall, conduciendo en silencio, con un volante que no giraba el coche sino el tiempo.
Sus neumáticos marcaban compases sobre el asfalto, y cada giro abría pasajes ocultos hacia ciudades invisibles.
Fue entonces cuando la figura de Borja Moskv se duplicó: uno quedaba en la cabina, invocando beats; el otro caminaba sobre un sol que sangraba clavos. Nails of the Sun eran sus pasos, y allí donde pisaba nacían surcos de fuego.
Y desde arriba, sobre un piano suspendido sin suelo, Aphex Twin tocaba Aisatsana.
Sus notas eran pájaros de cristal, que caían y se rompían en el suelo del Antzoki, pero que en su ruptura multiplicaban su luz, como si cada fragmento fuese un espejo hacia otro universo.
El público no sabía si llorar o flotar, porque las lágrimas caían hacia arriba.
Las aguas del Nilo, imposibles en Bilbao, fueron abiertas por Transglobal Underground, que trajo consigo arenas, caravanas, espejos solares.
Entre esas arenas, Coil surgió tatuado, un cuerpo que era escritura, un torso que hablaba en espirales.
Y allí también estaba Camila Moreno, cuya voz decía: Madre, nunca niña, siempre, como una sentencia escrita en el humo.
El cosmos pareció detenerse.
Los Planetas preguntaban, ingenuos, ¿Qué puedo hacer?.
Moby, desde otra galaxia, respondía: Todos estamos hechos de estrellas.
Pero Oneohtrix Point Never, con rostro desdoblado, susurraba: I don’t love me anymore, y esa negación cayó como plomo sobre las aguas.
Los coros espectrales de Dead Man’s Bones entraron perdiendo su alma, mientras Röyksopp organizaba una Sordid Affair, un asunto turbio entre sombras que se besaban sin boca.
Y entonces apareció la gran sacerdotisa: Laurie Anderson, levantando un micrófono como cetro, diciendo O Superman, y el aire volvió a llenarse de Air, pero ahora remezclado en flores que disparaban perfumes de electricidad.
Luis Brea y El Miedo enumeraba mil razones, cada razón como un latido contenido.
Pastel Ghost bailaba sobre una playa oscura, donde la arena era glitch, y cada ola traía un eco de sintetizador.
Jigitz volvía de nuevo, ahora más distante: See U, decía, como quien se despide antes de desaparecer entre píxeles.
Y fue entonces cuando estalló la furia de La Polla Records, gritando ¿Y ahora qué?, un rugido que atravesaba paredes.
El rugido fue respondido por un eco gitano: Camarón de la Isla, emergiendo como oráculo, entonando la leyenda del tiempo, esa que no muere ni se repite, esa que arde en cada golpe de compás.
El groove cambió con Julio Bashmore, sujetando un Holding On como si fuera cuerda para salvar a todos los presentes, y los cielos se encendieron de químicos: The Chemical Brothers hacían Swoon, pero en esa caída había expansión cósmica.
Del mar surgieron Zombies in Miami, bailando un misterio de verano en medio de agosto vasco.
Y junto a ellos, Boys’ Shorts & Whitesquare se elevaron volando lejos, escapando en un loop ascendente.
Jan Blomqvist apareció después, en ese espacio intermedio, cantando a las grietas de la realidad.
Mientras tanto, Überzone abrió una puerta al Inner Space, y el público, sin saberlo, ya no estaba en un concierto: estaba dentro de un universo que se plegaba sobre sí mismo.
Entonces, como ecuaciones dibujadas en el aire, Boards of Canada recordaron: Music Is Math.
Y sobre esas fórmulas se proyectó A.A.L (Against All Logic), borrando edificios como si fueran acordes mal escritos.
Ricardo Villalobos entró en trance, bailando un Easy Lee que era más oración que canción, un murmullo de chamán al borde de un beat eterno.
Las máquinas de Pan Sonic rugieron, relámpagos industriales cayendo desde los focos, y The Field congeló la sala en Over the Ice: cada paso se volvió hielo.
A lo lejos, Burial encendía sus Distant Lights, luces que titilaban en barrios que no existían.
Y desde la arena blanca de un paraíso imposible, Isolée levantó su Beau Mot Plage, una playa hecha de sílabas.
Fue entonces cuando surgió Arca, gritando un Desafío, desgarrando las paredes del aire.
El espejo volvió a quebrarse, y Oneohtrix Point Never regresó, ahora con una Replica de sí mismo, una sombra multiplicada.
Entonces, en medio de esa confusión, entraron Fred again.. & The Blessed Madonna, llorando por el baile perdido, gritando We’ve lost dancing, mientras la multitud comprendía que no eran los únicos que lloraban.
El bosque entero se cubrió con la niebla de GAS, un manto que convertía cada persona en silueta borrosa.
Andy Stott avanzó lentamente, cada paso cargado de Violence densa, como golpe silencioso.
Y tras él, Shackleton, con tambores rituales, acariciando el aire como si pudiera tocar lo invisible.
Entonces Four Tet calló.
Todo quedó suspendido en un silencio Unspoken.
Y allí, en ese vacío, Nine Inch Nails atravesaron los cuerpos con el filo de Hurt.
El dolor se volvió universal, un eco imposible de apagar.
Pero Nicolás Jaar respondió con un Colomb, y el eco fue suavizado.
Finalmente, desde Detroit, el último latido: J Dilla, que dijo simplemente Don’t Cry.
El público creyó que era el final.
Pero el aire aún vibraba.
Y Borja Moskv sabía que el set apenas había comenzado.
Borja Moskv
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